(Escribe: Diputado Oscar Andrade). Somos una generación privilegiada. Nos tocó ni más ni menos el tiempo del pueblo en el gobierno. Esta conquista nunca fue por el gobierno mismo, ni tampoco puede llegar a serlo, pero sí es condición básica para la construcción de esa pública felicidad por la que tantos entregaron todo sin pedir nada.
Heredamos profundas tradiciones de lucha popular.
La que nace con el movimiento obrero, cuando los trabajadores inmigrantes trajeron junto con sus oficios las primeras formas de organización sindical, para poner en el orden del día la llamada “cuestión social”.
La que hace más de cien años llevaba Frugoni al Parlamento y en la década del 20 lograba que los primeros obreros pisaran la Cámara de Diputados. La que desde diversas trincheras enfrentó la dictadura de Terra, o desparramó solidaridad con la España republicana, y supo ser solidaria con la lucha de los pueblos en todo el mundo. La que luchó por el sufragio femenino y que pocos años después tuvo el inmenso honor de llevar a Julia Arévalo al Senado, para espanto del capitalismo que siempre fue esencialmente patriarcal.
La que siempre respaldó la lucha de los trabajadores rurales levantando su bandera, con Pedro Aldrovandi y las primeras marchas de los peones de tambo; trabajadores del medio rural que unos años después vendrían con Sendic desde Bella Unión. La que vibró con Atahualpa del Cioppo, Benedetti, Idea, Galeano, Peloduro, Paulina o Zitarrosa, con una cultura comprometida con las causas del pueblo. La que abraza la lucha por la educación desde el congreso de estudiantes en Montevideo o el movimiento de la Reforma de Córdoba; desde el legado de Julio Castro y sus misiones sociopedagógicas de las que supo participar Elena Quinteros; de Jesualdo yendo a alfabetizar a Cuba, o la lucha obrero – estudiantil que supo escribir la consigna – concepción “obreros y estudiantes, unidos y adelante”. La que enterró con dolor a Líber, Hugo, Susana y todos nuestros mártires.
La de la unidad obrera, legado de Gerardo Cuesta y León Duarte, o la palabra firme de don Pepe D’Elía enseñando que “si bien la unidad nos hace fuertes, solo la lucha logrará los cambios”.
No tenemos derecho a olvidar la barbarie del Paso Molino o el heroísmo con el que se enfrentó a las bestias en la Dictadura, resistiendo con una dignidad admirable. En definitiva, hay memorias que son futuro.
Tenemos una historia heroica en la espalda,
Generaciones enteras de luchadores se abrieron paso; trajeron de alguna forma el barco hasta este puerto. Nosotros, si no nos hacemos cargo, podemos hundirlo. Es así de crudo. . Estos tiempos muestran que podemos llegar a ser la generación que entierre está tremenda construcción y perspectiva histórica.
Puede ser por soberbia, que nos aleje de esa construcción maravillosa de pueblo organizado, verdadero protagonista, centro y fundamento de la acción política cuando es de izquierda.
Puede ser por sectarismo, despedazando relaciones políticas y humanas, a veces por un triste pedazo de poder.
Puede ser por falta de coraje para poner arriba de la mesa todo lo que hay que discutir.
Puede ser por displicencia, si es que la inercia nos chupa y no nos damos cuenta que cada día parecemos más divorciados, más alejados de ese horizonte emancipador, popular, nacional, democrático y profundamente solidario.
No se trata de cifras, de indicadores, sino de ganar la batalla cultural en el corazón del pueblo, y ganar es ganársela a los poderosos milímetro por milímetro. Y esa changa es juntos o no es.
Se vienen las elecciones del Frente Amplio y sería bueno que intentaramos un debate en profundidad.
Aprendimos con Seregni que “con el pueblo todo, sin el pueblo nada”
Estamos obligados a abordar un tema complejo, duro y estratégico, que hace a la esencia de la izquierda, y es ni más ni menos el de una creciente indiferencia del campo popular con nuestro gobierno.
Nos hemos acostumbrado a que definiciones importantes como la ley del Fondes, el sistema de cuidados o el presupuesto pasen sin pena ni gloria. ¿Cuántos ejemplos de esto desde el 2005? Demasiados. Y en cada uno se nos va algo mucho más importante que hacer propaganda electoral: se nos va la posibilidad de construir las correlaciones sociales y políticas para garantizar las transformaciones populares.
Increíblemente con gobiernos de derecha lográbamos avanzar medio milímetro (muy de tanto en tanto) y nos matábamos haciendo el resumen. Hoy no, o casi nada.
Ahí creo esta uno de los talones de Aquiles de este proceso popular. Sería demasiado cómodo y conformista (por lo tanto no de izquierda) colocar responsabilidades plenas en la «omisión » de los medios de comunicación masiva de informar tal o cual medida. ¿O es que esperábamos algo distinto de los medios?
El problema es profundamente político y metodológico, siendo estos dos aspectos esenciales para confrontar dos proyectos de país. La suerte de los trabajadores y del pobrerío está atada a que seamos capaces de resolver esta cuestión.
No estamos logrando organizar pueblo en torno a cada batalla, chica o grande, estratégica o puntual. Y no es que fracasamos en el intento, la mayoría de las veces es peor, fracasamos por no intentar, lo que es más dramático aun.
No hay toldería de la izquierda en la que tengamos resuelto este tamaño problema, nos atraviesa de una forma u otra a todos.
De no superar este déficit más tarde o más temprano sucumbimos, ni más ni menos.
Hay veces que confundimos la cuestión. No se trata solo de «comunicar lo que se hace», es mucho más profundo. Se trata de plantearse abiertamente la ampliación de la base popular como centro y fundamento de nuestra acción, en el plano social y en el plano político. Pueblo organizado haciendo y sosteniendo un proceso popular, nacional y democrático.
En definitiva, está bien tener gobernantes capaces pero solo con gobernantes capaces no alcanza. Las luchas populares siempre se miden por lo que seamos capaces de organizar y por los niveles de conciencia a generar. Ninguna distribución de la riqueza se puede sostener por sí sola, así como ninguna medida por ser justa en el papel, menos si campea el individualismo y una suerte de anemia emocional. Ningún avance en democracia es sustentable sin profundos procesos de participación popular que se concretan en la vida, no en la retórica.
Muchos de los avances de estos años durarán lo que un lirio si no se atiende esta cuestión, más en un país pequeño con una economía con altos niveles de dependencia. Apenas se tense más la puja distributiva se pone en jaque el larguísimo proceso de acumulación de fuerzas.
Este es un año de una profunda batalla política con la derecha en todos los planos. En la misma dirección, creo que tenemos que salir de esta batalla con una izquierda más fuerte, más organizada, más unida, más dispuesta a la lucha. A eso estamos convocados.
No habrá en el 2019 candidato o candidata, propuesta «maravillosa» de programa, jingle, asesor de campaña que sustituya la imprescindible presencia de pueblo organizado.
Y en este plano se dirime uno de los dilemas principales de la izquierda, ya no en el largo sino en el mediano plazo.
Necesitamos un debate masivo y fraterno, debatiendo como compañeros en el acuerdo, pero sobre todo en la discrepancia, profundamente unitario. Y es que no nos podemos timbear la unidad.
La unidad, esa que banco la represión, que se mantuvo en las cárceles, que sacó a nuestros compañeros de las jaulas, que parió solidaridad en las crisis y mantuvo abrigados los sueños y la memoria. Esa unidad hoy, la changa más revolucionaria, como escribiera el poeta, es un artículo de primera necesidad, como el agua o el pan.
No tenemos derecho a arriar las banderas. El recorrido ha sido heroico, regado por sangre, sudor y lágrimas. Ha pasado por momentos dramáticos que llenaron de gloria nuestra historia, la del movimiento popular, como para bajar los brazos.
Cuando nace, el Frente Amplio elige una de las banderas que el «Pepe» Artigas usó hace doscientos años para defender los sueños de patria grande donde «naides es más que naides» y los infelices estuvieran en el centro de las preocupaciones.
Y seguimos creyendo en los laburantes, en el pueblo trabajador, ese que rompe la escarcha con las manos cada mañana, en su alianza con los intelectuales y capas medias, con la pequeña y mediana producción de la ciudad y el campo, para parir una patria sin hambre y con esperanza, con viejos sueños de dignidad que alimentan la lucha cotidiana.
En definitiva, siempre vimos en la política una herramienta para conquistar la justicia social, la democracia profunda. Seguimos creyendo que tiene sentido pelear contra la explotación y levantar las banderas de un mundo en el que no nos arranquemos los ojos por dos mangos. Pan y rosas, rosas y pan. Quizás un poco de quijotes, románticos, enamorados con la lanza atrás del hombre nuevo que quería el «Che», que de estar entre nosotros hoy diría también “la mujer nueva”.
Lo apasionante del futuro es que está en nuestras manos.